Un día Tess, una pequeña de 8 añitos, muy inteligente, escuchó una conversación entre sus padres acerca de su hermano Andrew. Ella sabía que su hermanito padecía de una enfermedad, y que su familia tenía poco dinero.
Pero esta vez la situación era desesperante pues no alcanzaba dinero para enfrentar el costo médico de la enfermedad mas la hipoteca. Por lo que la familia había decidido en las próximas semanas mudarse para un complejo de apartamentos.
Solo una operación muy costosa salvaría al pobre niño de una muerte segura. Para ello era necesario conseguir un préstamo, pero los tiempos eran difíciles, y por más que el padre lo intentaba, no lograba conseguirlo.
Tess pudo escuchar como su padre le murmuraba a su madre entre sollozos y lágrimas en los ojos: «Solo un milagro puede salvarlo».
Tess, calladita, fue a su cuarto, buscó un frasco de jalea repleto de monedas que tenía escondido en su armario y se sentó en el suelo. Vertió el contenido del frasco y lo contó varias veces. La cantidad tenía que ser la adecuada, no podía equivocarse.
Una vez satisfecha con su cuenta, depositó nuevamente las monedas en el frasco, lo tapó y salió silenciosa de su casa. Anduvo la distancia de seis cuadras hasta que llegó frente al dispensario del pueblo, y con mucha paciencia esperó a su turno. El farmacéutico estaba muy ocupado con un cliente. El tiempo pasaba, pero nadie le prestaba atención a ella.
Tess comenzó a desesperarse, hacía ruidos, carraspeaba la garganta, movida por la impaciencia, pero nada pasaba. Hasta que, por fin, golpió el mostrador con una moneda que había extraído del frasco.
Entonces el farmacéutico le preguntó, en un tono poco cortes – «¿Qué deseas?» Y sin darle tiempo a nada, continuó – «¿No ves que estoy conversando con mi hermano quien acaba de llegar de Chicago en estos momentos, y hace muchísimo tiempo que no lo he visto?»
– «Es que yo también quiero hablarle de mi hermanito», le respondió la niña, casi en el mismo tono que usara el farmacéutico. «Está muy enfermo y yo quiero comprarle un milagro».
– «¿Qué acabas de decir?» – balbuceó el farmacéutico.
– «Se llama Andrew, y escuché mis padres decir que le está creciendo algo dentro de su cabeza, y que solo un milagro lo podría salvar, así que a eso vine. ¿Cuánto cuesta un milagro?»
– «Aquí no se venden milagros, pequeña» – le dijo el propietario a la niña. «Qué pena pero no puedo ayudarte en nada,» – ahora su tono de voz ya era más suave y su rostro reflejaba inmenso asombro.
– «Mire, aquí tengo el dinero para pagarlo. Pero si esto no alcanza, buscaré más, solo dígame, por favor, cuánto cuesta». Los dos hombres se miraron entre sí. El visitante de Chicago, un hombre de gran elegancia, se aproximó a la niña y le preguntó, con tono afectuoso.
– «¿Qué clase de milagro salvaría la vida de tu hermanito?»
– «No lo se», – respondió la niña, con los ojos a punto de llorar. «Solo le he escuchado a mis padres decir que su enfermedad es muy grave, y mi mami dice que solo una operación lo salvaría, pero papá no puede costearla, así que yo quiero aportar mi dinero».
– «¿Y cuanto dinero tienes?», – le preguntó el hombre de Chicago.
– «Un dólar y once centavos», – le respondió Tess con voz tan baja que casi no se comprendía. «Es todo lo que tengo pero, si fuera necesario, buscaré más».
El hombre de Chicago se sonrió y le dijo: «Pues qué casualidad. Un dólar y once centavos, ¡es justo el precio de un milagro para los hermanitos menores!» Tomó el dinero en una mano y con la otra – el brazo de la niña, le preguntó, si vivía muy lejos, y ambos fueron juntos hacia la casa de la pequeña. «Quiero conocer a tus padres y ver a tu hermanito. Así podré ver si tengo ese milagro que tú necesitas».
Ese hombre elegante y bondadoso era el Dr. Carlton Armstrong, un cirujano especialista en neurocirugía. La operación se efectuó muy rápido y sin costo alguno, y muy pronto el pequeño Andrew estaba de regreso a casa, con su salud restablecida. Los padres de Tess no dejaban de hablar, llenos de felicidad, de los maravillosos acontecimientos que llevaron a este milagroso doctor hasta la puerta de su casa.
«Esa operación», – manifestaba luego la madre, – «fue un verdadero milagro. Me pregunto cuánto habría costado».
Tess callaba, con una sonrisa en los labios. Ella sí sabía exactamente, cuánto costaba ese milagro: un dólar y once centavos más la fe y el amor incondicional de una pequeña.
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